domingo, 2 de julio de 2017

Orgullo bajo el puente


Noche sucia, de deseos, de polvillos, de locura, su locura, su goce, su risa, su vómito y su sangre. Ella, Él, quién sabe, más bien su ser, su propio ser le define. No era más que eso, algo, un alguien a ojos de otros, de otras, sus padres, en fin, un círculo, un vínculo interminable de miradas, prejuicios, golpes, escupitajos, asperezas propias de seres que no pertenecen a este mundo, o bien, de aquellos y aquellas a quienes se les fue arrebatada su dignidad por la especie dominante, esos que la proclaman con ímpetu de plástica superioridad.


Noche asquerosa; no sabe dónde se encuentra. Intenta recordar. Le duele la cabeza. Observa, pero no divisa con claridad más allá de unos cuantos metros. Está oscuro, aunque no era difícil notar que a lo lejos los faroles de una ciudad supuestamente civilizada se hacían presentes para fastidiar la vista de aquellos a los que la noche no los ha favorecido. Tenía un ojo hinchado, su cara ensangrentada y en su cuerpo se podían ver retazos de barro y fluidos que hasta donde se sabe podrían ser cualquier cosa. Al parecer se encuentra bajo un puente. Escucha un río a un par de pasos. Le parece conocido, sabe que ha estado por ese lugar en noches similares a esta, pero en días donde tuvo la ocurrencia de salir con algo de suerte en el bolsillo, donde su posición y su perspectiva era propia de alguien fuera de peligro.


La dosis de aquella fiesta se le fue de las manos. Recuerda el arrebato en el baño mixto. Recuerda las luces directo en sus ojos. Recuerda la música, el baile, los besos, los agarrones, la desnudez, la perversión, la instintiva perversión de aquellos que no pueden mostrarse tal cual son en una sociedad fragmentada por la falsa moral, la multitud conservadora, la intolerancia, el odio, el maldito odio a la nada, el odio por odiar, el odio como la más sencilla (y a la vez compleja) de las emociones, el odio como arma contra lo desconocido, el odio como descarga ante un sistema negligente desde su raíz. Recuerda una llamada, un llanto, una huida. Recuerda las calles, el desequilibrio, el descontrol y los destellos de una noche cúlmine, rematada por quienes se aprovechan de las diferencias y la debilidad para justificar la masacre. Su masacre.


Llora, llora desconsoladamente pues las dudas lo corroen. Es que por un momento se ha olvidado de quién es. La miseria lo ha tocado con sus falanges, esas capaces de mostrar la cruda verdad y hacer cuestionar hasta al más terco. Se acuerda de su madre. La extraña. Ya son años lejos de su familia. Cómo olvidar esos ojos complacientes y a la vez tristes, esa sonrisa débil y aquella espalda frágil, desplazándose por la cocina, en ese proceso de creación de materia inerte a comida, el cual era todo un ritual. Quizás cuántos platos maravillosos, dignos de algún premio, habrán salido de tan humilde persona y de tan pequeño lugar. Se saboreaba. Faltaban quince minutos para las seis de la madrugada y el hambre matutino lo atacaba casi tan fuerte como los bravucones que lo dejaron tirado. Se acuerda de su padre, aunque no duró mucho. Ya había sufrido suficiente por una noche como para lastimarse a sí misma.

Se levantó del suelo en un intento penoso y fallido. Descansó cinco minutos para así levantase en un nuevo ensayo. Lo logra, algo aturdido, pero al fin en pie. No estaba sola. A su alrededor una pareja de peor suerte le preguntan, drogados y desde el suelo, por unas cuantas monedas, por algo de comida y alguna prenda cálida. No lo pensó dos veces y corrió, junto al río, en un patético movimiento de alguien justificado por los golpes, el alcohol, el miedo y una vida que en los deportes nunca tuvo cabida.


Noche ingrata. Estaba varado y sin dinero, descalza y aturdida, hambriento y vuelto en sí mismo, sucia y adolorida. No le quedaba nada, pero a pesar de las adversidades seguía en pie, viva, en una clara señal de algo invisible, una tenencia, un valor. Algo quedaba, alojado en su interior, una fuerza, quizás, un segundo aire. De a poco vuelve a creer en él. Solo piensa llegar a su casa con esa mochila de esperanza cargando su orgullo, ese que la hará llegar una vez más con vida, con fuerza, con sensatez y sobre todo con alegría, esa alegría contagiosa, esa que los prejuicios y puños jamás borrarán.

lunes, 12 de junio de 2017

Soplo

Fue como un soplo, un susurro al oído, un abrazo al alma o tan solo un regocijo espontáneo. Ella lo sabía:  meditar era lo suyo pero la verdad es que, a los pies de la montaña, todo era distinto. Por un momento el diálogo se hacía evidente. Lo había conseguido. El trabajo de años daba frutos, y era la tierra quien le respondía ahora. ¿Era la tierra? Tenía un sabor distinto. Era cálido, sabio, profundo y humilde. No quería perderlo, no. Hace años que no sentía el ímpetu de querer controlar el tiempo, hacerlo eterno, moldearlo, usarlo a su antojo. Podía oírlo todo. Jamás imaginó que sería de esta forma, pues, si prestaba suficiente atención, su nombre se mezclaba con el ruido de fondo. Era el momento. Nadie le advirtió, le bastó valerse de su intuición y seguridad. Cerró los ojos y esperó. Semidesnuda, el calor y el frío se redefinían en un solo concepto. El dolor y el placer se camuflaban bajo un nuevo color. Los cinco sentidos se reunían en una orgía inminente de seis integrantes. Fue abrupto. Sus ojos se abrieron y se vio en frente, ida, de otro mundo, pues de seguro no existía nadie más libre que ella en ese momento. Se sentía arbitraria. ¿Era ese su verdadero origen? Se levantó con cuidado, no quería despertarse. Su propia imagen, aún frente a ella, permanecía dormida, inerte. Sabía que ahí no encontraría nada nuevo y, casi como un instinto, dio un salto. El destino era incierto, aunque esto no era novedad pero, según veía, no tenía opción y volver no era una, al menos no todavía. Su interior tenía una convicción inquebrantable. Algo sucedería: un encuentro, una ruptura, un nacimiento, una verdad. Deformado el tiempo, pudo presenciar lo efímero que este era. Comprimido el espacio, pudo notar lo irónico de su propia existencia. ¿Cronos tuvo algún comienzo? ¿tendrá un fin? ¿tiene un centro? ¿un creador? Tal vez nunca existió. Pero ya las preguntas no tenían sentido alguno porque, al fin y al cabo, ella no era más que un alma perdida producto de un salto al infinito. Al menos algo tenía claro: ya no era más un ser vivo, pero no por ello incapaz de pensar. Era una energía, libre de transformarse en lo que ella estimara. Y por lo mismo, fue entonces cuando entendió que el viaje no era eterno. No tardó en darse cuenta en que ahí estaba, el Universo que hablaba por sí solo. Su armonía era audible y el mensaje era claro. Entrelazada, y sin un sexo definido, las ideas se anclaron. Hizo el amor de forma inhumana, de forma perdida, ya inexistente entre nosotros. Entendió la delicadeza del caos, el goce inmaterial, la verdad intrínseca, el sentido perdido, la vida y su dualidad nihilista. Por un momento fue parte de una verdad absoluta, un todo capaz de enraizar cualquier ente a su alrededor. Supo entonces que la vida sabía mejor en esta nueva y más real forma de vivirla. Pero, por otro lado, tenía en cuenta que dejarse a ella misma sentada, mirando el vacío, arraigada allá en la tierra, no era propio de la sabiduría adquirida en aquella enriquecedora instancia. Era hora de volver y el Universo le concedió uno de sus impulsos. Solo pensaba en todos los secretos bien guardados que, ya sabiéndolos, podría compartir y hacer de los humanos seres más íntegros, más propios, más reales y tangibles. No duró mucho el retorno. He ahí, nuevamente, la misma mirada con la que partió, frente suyo. Ansiosa estaba, una nueva vida en la tierra le esperaba y, por supuesto, no solo a ella. Se acercó a sí misma y sin ningún cuidado previo se dispuso a mover su cuerpo de un empujón. Extraño, puesto que no le era posible hacer contacto. Fue entonces cuando intentó abrazarse a sí misma, pero nada. No se lo explica. Todo apunta a una ruptura entre mundos. No sería tan malo, podría regresar, volver a ser parte de un todo, pero necesitaba quitar de su mente el recuerdo de no poder salvar su cuerpo sumido en el sueño. Quién sabrá por qué, en un último recurso, no acudió más al contacto físico y, en cambio, se dedicó a suspirar frente a su cara. Un viento de energía. Un flujo de esperanza directo a su corazón. Pudo observar como el movimiento era efectivo, se vio a sí misma dividida, cobrando vida nuevamente. Llora, pues dentro de sí solo espera que la mujer al otro lado de la membrana divisora se haya llevado, aunque sea, un pequeño recuerdo de ni tan corto ni tan largo viaje. Y es que nunca sabrá que al otro lado se encuentra ella misma, con la mente en blanco, despertando inesperadamente por algo que ha dado directo en su rostro. Asustada, no se logra explicar qué fue. Solo recuerda haber sido como un soplo, un susurro al oído, un abrazo al alma o tan solo un regocijo espontáneo.

domingo, 19 de febrero de 2017

Del nido al vientre

Son las letras y palabras
las que manchan mi voluntad,
es el despertar, como en un sueño me ha envuelto.
Doloroso es, y nadie advirtiome:
duro el camino sería de aquellos
que aceptaran de aquel sueño una pesadilla.

Y es que el balbuceo
de la emoción se ha apoderado,
el entender de los sabios emancipado,
y el interés, del mundo, desarraigado.
Pues sobre mí recae el peso
de todas las almas alguna vez incomprendidas,
y yo, sin saberlo aún, caía
en el mismo pozo de ideas
que a la existencia
intentaron darle sentido.

Y de no ser
por la crueldad del orden,
de no ser
por el tiempo inagotable,
y si fuera
por el bien propio y general,
yo y todos los cuerpos alrededor mío,
dentro de aquel agujero muerto,
sucio de podridas teorías
y discriminadas conciencias,
en algún idealismo
habríamos sido uno.

Claro es que la bondad,
en la línea misma de la vida,
inexistente es. Mas bien, Ella,
resultado de la propia entropía,
es aquello que otros llamarían
la gracia divina.

Será su esencia,
un perfume innato,
serán sus gestos
o la profundidad en sus ojos.
Marcados habremos sido
por el mismo puñal al nacer
o será la cicatriz
de dagas distintas,
mas igual de penetrantes,
alojada ahí,
donde el alma se abre
en la desprevenida vigilia.

La vi, como a un tesoro
en un mar de inflados cuerpos
llenos de aire, sumidos
en corrientes impredecibles,
que al no importarles dónde estas los llevaran,
permanecían quietos, inertes;
eran materia oxidada.

Sin intención, en un futuro alguno,
de contar la historia de amor más bella,
adentré en lo que el vínculo pide,
lo que el alma exige, y el deseo clama,
con el ímpetu, en un principio ciego,
de vencer al tiempo y desafiar al caos,
de morir en el intento y de sumirme en nuevos estados,
escalar los muros de la incertidumbre,
y bañarme en mi propia sangre.

Pues si lo valía, si Ella lo valía, todo era posible;
ahí estaba, el hoyo sin fondo,
donde una vez caí, sin creer
que la unión, que otros llamarían divina,
sería la llave, la puerta de escape.

Vencido está el destino,
se le ha escapado un prisionero
que en la penumbra ha dejado a los demás,
pero ya nada ha de importar,
aceptado he sido con el sueño entre los dedos,
y es su piel quien me da la bienvenida
dotándome de nueva tierra
en la cual felizmente me pierdo, soy uno.
Somos.

Quién lo habría dicho, quién lo diría,
quién lo dijo y quién lo habrá cumplido.
Será el destino un ente fuera de nosotros mismos.
Qué será del acontecer próximo.
De ideas a cambios. De intención a resultado.
Pues hoy comienzo un viaje, y esa es mi intención.
Y es que mientras pueda seguir conquistando esa tierra,
en tanto aún sea posible navegar en sus pensamientos,
y, por supuesto, antes de que la lluvia de conceptos y preguntas arrase conmigo:
sustentaré el huerto de las ideas,
viajaré por los ríos de su cuerpo,
y poblaré lo inhabitable,
para así, mientras el sol se ponga
y el firmamento se haga presente,
al fin...
...sentarme a recoger las flores de su vientre.